“Diez minutos bajo el agua”

Por Alejandra Gómez Macchia

La autora de Lo que el Facebook se llevóBernhard se muere nos trae una novela por entregas en exclusiva para Agua y Saneamiento, a la que bautizó: Diez minutos bajo el agua. ¡Que la disfruten!

I
Burbujas 

Llegar a los cuarenta no representaba un conflicto para ella, hasta el día que empezó a notar el avance de una persistente resequedad su piel. Agua, necesitaba empezar a llevar a cabo esos hábitos que los comerciales y los doctores recomiendan para verse y sentirse saludables. Dos litros, de preferencia, repetía la televisión con una modelo de abdomen plano y rostro de porcelana, sin embargo, el único líquido que la mantenía viva, pero más que viva, alegre, era el mezcal.

No podríamos afirmar que ella engrosara ya las filas de las señoras que matan sus penas o cubren sus vacíos con el trago: tenía que sacar adelante a sus dos hijos, como la madre soltera que era desde que su marido la dejó, precisamente por una de esas jóvenes que se parecían a las modelos de los comerciales que hoy le recordaban que la vida tarde o temprano te pasa la factura si prefieres el aguardiente al agua natural.

Ahora bien, llegar a los cuarenta en estos tiempos no se considera, en absoluto, un avance contundente hacia la decrepitud, al contrario, estaba alcanzando (según otros expertos y otras teorías feministas) la plenitud de la vida; aquel estadio en donde las mujeres son más deseables por independientes, y supuestamente se vuelven más seguras de sí mismas por la experiencia adquirida a golpes.

Ella, en efecto, había transitado por varios callejones de los chingadazos, fungiendo como una especie de sparring de los hombres con los que convivió.  Puro luchador enmascarado, rudos, rudísimos…

Era el día previo a su cumpleaños. Llovía a mares desde hacía una semana.

Ella nació en septiembre, temporada en la que las nubes descargan toda su furia contra la humanidad.

Nunca le había tocado celebrar un cumpleaños sin que un chaparrón infame le arruinara el peinado, y por lo tanto, la fiesta.

Pero este año todo era distinto: la pandemia que nos obligó a guarecernos como ratones, arruinó también sus planes de viajar hacia Venecia.

Era una aventura que organizó con bastante antelación y que se había venido abajo por causas de fuerza mayor. Por un maldito murciélago que acabó metido en una sopa en Wuhan.

A toda esta serie de calamidades se le agregaba el luto de un amor malogrado… ¿el tercero, el séptimo, el octavo, el veinteavo?

No sé sabe. Hay cifras que más vale olvidar.

Lo único que sabía era que nuevamente estaba sola y no podría apagar su coraje ligándose a un gondolero en Venecia.

Para rematar el drama, la habían corrido de su trabajo y vivía de los pequeños ahorros que fue guardando para emergencias.

Esa mañana, en la víspera de alcanzar el fatídico cuarto piso, fue al club deportivo para cubrir su cuota de ejercicio (tenía que lidiar contra la flacidez de los brazos y el súbito brote de un par de carnosas chaparreras). Estaba nadando, dando brazadas neuróticas, cuando de pronto, al llegar a la orilla, vio unos pies enfundados dentro de unas botas negras esperándola fuera del canal.

Cuando sacó la cabeza y se retiró los googles, el hombre se inclinó y le ordenó salir del agua.

Ella, sorprendida y aún con el corazón a mil por hora, le preguntó que de qué se trataba el numerito.

El hombre mostró una placa y sacó un papel de su chamarra.

“Queda usted detenida por el delito de lavado de dinero. Tiene derecho a guardar silencio y a hacer una llamada. Espero que cuente usted con un buen abogado”.

Ella sumergió la cabeza y dejó escapar un grito sordo dentro de la alberca.

Ese grito se dibujó en la superficie como un manojo de burbujas.

 

II
Ella 

Antonia Castro nada tenía que ver con ninguna organización criminal. Su vida transcurría en la aparente calma que puede tener una mujer de casi 40 años, madre de dos hijos y vendedora estrella de bienes raíces.

¿Cómo es que ella llegó a ser “LA” vendedora más prominente de GRUPO COLMENA, si antes de eso no sabía organizarse un café con las amigas?

Antonia fue, hasta el momento en el que su marido la suplantó por una diseñadora de interiores de 23 años, lo que se conoce ahora como una ingeniera del hogar, es decir, un ama de casa.

Sus días transcurrían entre preparar lonches, asistir a las reuniones de la escuela, comprar disfraces infantiles y llevar a los niños a cursos de natación y a fiestas con piñata.

Se casó como se casaban en aquel tiempo las chicas poblanas: con el único novio que tuvo desde que cumplió 16 años.

Alfredo Conde le echó el ojo a Antonia en unos quince años, sin embargo, las que realmente amarraron ese romance fueron las madres de ambos: viejas amigas de un par de familias rancias a las que ya sólo les quedaba el apellido.

Antonia no chistó en ningún momento. Aunque en realidad Alfredo le parecía un pusilánime, sabía que su destino estaba escrito a partir de que las suegras se metieron.

Era muy poblana esa costumbre bárbara de seguir casando a parejitas bonitas que se fraguaban en la preparatoria, y luego de que el muchacho se fuera una temporada al extranjero para deschongarse y acometer crímenes sexuales inimaginables en nuestra ciudad, ellos sabían que, a su regreso, la doncellita casadera (que parecía más aburrida que una monja en un congal) esperaba lista su regreso para cerrar esa especie de trato decimonónico.

En la generación de Antonia y Alfredo pocos fueron los que tuvieron el valor de desafiar las normas y huyeron antes de irse a hincar a la iglesia del padre Chanclas de Oro, quien casó a toda esa panda de desdichados amantes que llegaron al altar sin haber traspasado la barrera del faje.

Antonia entonces no tenía ni la necesidad ni la curiosidad de haber probado algo más. Era, hasta hace relativamente pocos años, una mujer conforme con su monotonía. Tan conforme que durante casi todo su peregrinar conyugal (que duró 12 años) dejó pasar una serie de infidelidades y humillaciones. Es lo que había, es la parte que tenía que ceder a cambio de una vida cómoda sin mayores sobresaltos.

De no ser porque en este caso la iniciativa de romper la relación fue del marido, ella fácilmente pudo haberse seguido bajo la ruta de hacerse la tonta mientras cayeran los regalos y su tarjeta no tuviera límites.

El golpe de realidad fue contundente. Una noche, así sin más, Alfredo llegó borracho, se envalentonó y mencionó las palabras fatales: “quiero separarme de ti”. Antonia trató de no indagar más y resuelta a no embarcarse en una discusión estéril le dio por su lado y esperó a que el día siguiente y la resaca etílica hicieran los suyo para propinarle una cucharada de sensatez y humildad a su hombre y darle vuelta al asunto, cosa que no sucedió.

En el fondo, Antonia estaba dispuesta hasta negociar un pacto de no agresión: “tú sé cuidadoso y discreto con tu golfa, y yo me quedo tranquila en casa, con los niños”.

Lo que la poca experiencia amorosa y sexual no le había mostrado a Antonia es que cuando un hombre se encula de verdad con otra mujer, casi nada pueden hacer las convenciones y los pactos tácitos: Alfredo estaba decidido a no ceder, y así, con todo y la cruda y las reprimendas que sabía que vendrían por parte de la familia, se amarró los pantalones y a la mañana siguiente se volvió a plantar frente a su mujer y rectificó la sentencia de la víspera: “quiero que nos separemos, y no voy a ser yo quien deje la casa. Tampoco voy a permitir que mis hijos padezcan, ya preparé el departamento que tenemos, que va a ser tuyo, aunque no esté a tu nombre. Te daré lo que me corresponde hasta que los chavos decidan irse. Por los estudios ni te preocupes, ya están asegurados, lo sabes. Perdóname, Tony, pero ya no quiero continuar este teatrito”.

Antonia era sumisa, conformista, pero aun tenía una poquísima reserva de dignidad. Así que, ante ese ataque tan frontal, no tuvo de otra más que darse la vuelta, avisarles a los niños que cambiarían de residencia y embarcarse hacia un horizonte absolutamente desconocido: la libertad.

 

III
Agua Ardiente 

El nuevo hogar de Antonia no era, en absoluto, un cuchitril.

El departamento estaba situado en una buena zona dentro de la ciudad. Un piso entero con tres recámaras y todas las comodidades, sin embargo, ella sentía que había descendido a lo más bajo.

La separación, hasta eso, había transitado con tersura: Alfredo se blindó muy bien desde el día que se casaron y tenía de su lado al abogado más mañoso para esos asuntos.

Suficiente tenía Antonia ya con la pena de tenérselas que recomenzar sola y con los chismorreos de café a sus espaldas, como para todavía desgastarse en un pleito que le dejaba pocas posibilidades de ganar. Lo que quería era evanescer, pasar como transparente en el infierno de las murmuraciones, cosa que fue imposible, pues a las tres semanas de haberse salido de su casa, Alfredo llevó a vivir a Tania, la veinteañera de nalgas duras y abdomen de hierro que le arrebató su paraíso personal.

Si hay algo más complicado que una separación, eso es tenerse que enfrentar con otra realidad más amarga: que los hijos quieran a la nueva pareja del padre.

Al principio, Antonia se opuso rotundamente a que Alfredo les presentara a la golfa por la que la habían dejado, cosa que se pasó por el arco del triunfo e hizo a la primera provocación.

Los hijos llegaron un lunes a contarle que su papá tenía una novia “muy cool, súper guapa y joven”.

No tardó ni cinco minutos en tomar el teléfono y arremeter contra el idiota que la estaba re victimizando. Al escuchar el desplegado de reclamos, Alfredo le colgó y no volvió a tomarle la llamada durante los días siguientes.

Lo que en verdad le dolía a Antonia no era el hecho de que otra mujer usufructuara la que un día fue su casa, sino que esa mujer fuera más joven y les agradara a sus hijos.

Eso desencadenó una crisis brutal que la condujo rápidamente a asirse del alcohol.

La familia de Antonia era conocida por haber perdido a sus miembros más dilectos a causa de las adicciones, o para hablar en llano: los Castro eran más recordados por ser grandes borrachos que por sus éxitos profesionales.

Antonia no se imaginaba que esa sed sería la que pronto la llevaría a tomar las mejores y las peores decisiones de su vida: la borrachera del reconocimiento efímero y la resaca que le siguió a su aprehensión.

 

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