El milagro de Xaltepec

Por Mario Galeana

El agua brota, inalterable, sin fin, frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la Natividad, en Xaltepec.

Cada año, los días 7 y 8 de septiembre, la gente viene a esta comunidad para bañarse en aquel líquido transparente que emana del suelo.
Dicen que es milagroso. Dicen que todo lo cura. Dicen que todo lo borra.
El 6 de agosto de 2016 el agua, sí, lo borró casi todo. El agua y los cerros. Pero no fue un milagro.
Fue la peor de las tragedias.

***

—¿Dionisio? ¿Como el dios del vino?
— Quién sabe. Pero también porque nací el 25 de diciembre, como el niño Jesús.

Caminamos entre campos de cempasúchil. Ahora son apenas unas pequeñas varas verduzcas, pero en unos meses, la tierra quedará salpicada de botones naranjas de aroma dulce. Dionisio no posee un solo metro de esa tierra; son los cultivos de su vecino. A él, a Dionisio, no le queda nada.
La noche del primer sábado de agosto de 2016, el río convirtió su tierra y la casa de sus hijos en un amasijo de piedras y leña. Su hogar quedó sepultado bajo el lodo. Apenas sobresale el techo y un hueco por donde uno puede asomarse al lugar donde alguna vez hizo la vida.
Su terreno es uno de los más alejados del centro de Xaltepec. Dice que, hasta ahora, nadie había tenido el ánimo de subir el cerro y acompañarlo.
“Le dije a los del gobierno y no me hicieron caso. Le dije a los reporteros, como ustedes, pero quién sabe qué me dijeron. Que ya se iban. Algo así”, dice con un tono desprovisto de cualquier reproche.
Sus ojos amarillentos peinan el lugar mientras sus hijos e hijas hurgan como fantasmas entre los escombros. Aquí, una bota. Aquí, una chamarra. Aquí, nada. Siempre nada.
—¿No siente usted tristeza?
—¿Tristeza? ¡Para qué! Mis hijos están vivos. Yo estoy vivo. Allá, donde los Pérez, ahí sí están tristes. Ahí no quedó nadie. Sólo el papá. Rufino. Mi primo.

***

Hace 200 años, una mujer tocó casa por casa en Xaltepec buscando un poco de agua. Xaltepec no era ni eso: era apenas unas cuantas casas reunidas en torno a un gran árbol. Nadie se apiadó de la mujer, ni de la niña que cargaba en brazos. El agua escaseaba. Y las puertas permanecieron cerradas.
La mujer se tiró por debajo del árbol, mientras las hojas se mecían suavemente por encima de su cabeza. Nadie sabe por qué, pero rascó la tierra desde donde las raíces se aferraban. Un chorro traslúcido de agua brotó casi al momento en que retiraba sus uñas de la tierra. Un día más tarde, una imagen de la Virgen de Santa Ana con la Virgen María en brazos apareció en aquel punto.
Y el agua, desde entonces, corre sin fin. Pedro, a quien puede considerársele como el último propietario de una tienda en Xaltepec tras el paso de la tormenta tropical Earl, nunca se cansa de contar aquella historia.
La escuchó hace años de los labios de su abuela. Y, desde entonces, la cuenta con los mismos tonos y pausas.
—Por eso la gente viene en septiembre. Esa agua nunca se seca. Es eterna. Es milagrosa. Por eso vienen: para curarse.

***

El agua brota, sin fin, desde los cerros. Lo traga todo a su paso. Divide al pueblo en montones de tierra donde, en pequeñas casas, la gente se persigna y se pregunta, aferrada a sus hijos, qué se habrá propuesto dios al dejar caer, sin tregua, los cerros y el mundo.
Irene Mata Roldán se pega al cuerpo de Manuel, el bebé que nació de sus entrañas apenas un mes antes. Ella, con sus 20 años, le limpia las lágrimas del rostro y luego limpia las suyas.
Y así, juntos, ella con la fuerza de sus huesos aferrándose a Manuel, los hallarán un par de días más tarde.
Ocho bebés y niños de no más de 12 años murieron aquella noche. Otros cinco adultos también. Entre el fango que permanece de aquel tormento, aún buscan cadáveres. Hunden palas, picos y maquinaria en una tierra donde el dolor siempre se mantendrá en la categoría de lo indecible.

***

El recuento de daños inició el jueves 11 de agosto, en Xaltepec. Hombres y mujeres buscan a cualquiera que posea una cámara para dejar registro del paso de Earl en su tierra. Todos aguardan alguna clase de indemnización. Todos dicen casi siempre lo mismo: “No nos hacen caso. Nadie nos ve. Nadie nos oye”.
Unas 30 casas fueron engullidas por la tormenta. Pero da la impresión de que el pueblo

solo depende de una sola construcción para seguir su curso. Tiene una fachada lisa, blanca, y dentro de sus muros lo primero que uno siente son las flores, que sueltan su aroma como astillas filosas.

Es la Iglesia de Nuestra Señora de la Natividad. Pequeña. Pero lo suficientemente cómoda como para henchir y dar cobijo a los corazones de Xaltepec que ahora no ven más que la muerte en torno suyo.
Un par de días los mantienen en pie: el 7 y el 8 de septiembre. Cuentan que durante esos días, el aire nítido de la Sierra Norte se llena de olor a carnitas y chicharrón, que los chamacos corren por la plaza toreando las chispas de los castillos de cohetes, que hombres y mujeres hacen fila para vaciarse de aquel líquido que, según las historias, brotó de la tierra gracias a las uñas de la madre de la Virgen María.
—De veras los cura de todo. Aquí porque de plano no cuidamos, pero hay gente que ha venido a dejar muchos regalos. Mire este, este es de hace harto tiempo.
Pedro nos lleva hasta un pequeño cuarto adyacente al atrio de la iglesia. Nos muestra un grabado que, según su descripción, data de 1860.
—Dicen que lo trajo un señor que ya se iba a morir. Pero se bañó en las aguas, y se curó. Le digo que es milagrosa -lo repite. En sus ojos hay orgullo, júbilo. Algo que, al menos hoy, casi no se encuentra en ninguna otra persona del pueblo.
Años atrás, los habitantes construyeron sobre aquel remanente de agua milagrosa un tonel. Y, más tarde, al menos 10 cuartos donde la gente puede revolverse en el fulgor del agua: su agua.
-En las noticias andan diciendo que la mitad de Xaltepec se cayó. Y sí, pero la feria no se va a dejar de celebrar. La Iglesia sigue bien. Por eso la feria va a seguir -dice una mujer que ha venido a la tienda de Pedro, ubicada frente al templo.
—¿Entonces siguen haciendo preparativos?
—Sí. La feria sigue. La feria sigue.

***

Dionisio ayudó a enterrar a los Pérez. A los Orozco. A todos. El panteón es lo único más alejado del pueblo que sus terrenos. Subimos hasta el camposanto junto con su hijo, David, de 12 años, por el mismo sendero que lleva a su casa.
Los Pérez, dice, eran cristianos, y de ahí que en la tumba donde los enterraron a todos haya sólo coronas de flores y no cruces.
Un rumor de grillos llega hasta nosotros. Frente a nuestros ojos, la Sierra Norte se extiende como un largo tapete verde, liso, puro. Y cerca de nuestros pies, la tierra aún blanda de las tumbas.
Uno cree, desde aquí, que la muerte no es el fin. O se pregunta, al menos, cómo terror y vida pueden caber al mismo tiempo en una sola imagen.
Sí. Uno cree, desde aquí, que la muerte no es el fin. O que vida y muerte son un solo flujo de agua que brota, sin fin, inalterable. Como un milagro que todo lo cura. Que todo lo borra.

Texto publicado originalmente en agosto de 2016

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